- por Ana Melnik para el Diario del Juicio
Ingenio San Juan
PH tomada del Portal Caña
Armando Neris
Basualdo comenzó a
trabajar en el Ingenio San Juan en 1957. Hacia 1975 era dirigente gremial del
ingenio e integraba la comisión directiva de la FOTIA.
El 11 de
marzo de 1975, a las 3 de la mañana, irrumpieron en su vivienda un grupo de
policías de la federal. Ante el exabrupto de los uniformados, no pudo quedarse
callado, relata al tribunal que empezó a preguntarles cuál era la razón por la
que irrumpían así en su casa, sin respetar su hogar, su familia, su intimidad.
Sin responderle, le ordenaron vestirse y lo encapucharon. Antes de que fuese
conducido fuera de su casa, pudo pedirle a su esposa que buscase al Dr. Carlos
Javier Aguirre, su abogado, y le contase lo que estaba pasando.
Para las
fuerzas de seguridad, él definitivamente era un líder. Cuenta que muchas veces
se sintió culpable, los trabajadores lo querían y lo seguían mucho, y muchos de
ellos, que incluso no tenían una participación política tan comprometida,
tuvieron que pagar las consecuencias por el simple hecho de apoyar las causas que
defendía el sindicato, por asistir a las asambleas. Durante el tiempo que
desempeñó su actividad gremial, los trabajadores, afirma, “defendíamos un
derecho, que la fábrica siga moliendo”. El cierre del ingenio, tras la terrible
crisis del sector azucarero de fines de los 60, era una gran posibilidad. Su
lucha consistía, fundamentalmente, en intentar preservar su fuente de trabajo,
“ese fue el único “error” que cometimos, si es que esa fue la razón por la que
nos secuestraron”. Él mismo se entrevistó con Onganía, durante una visita de
éste a Tucumán en pleno cierre masivo de los ingenios, reclamando ayuda para
evitar el del San Juan. Finalmente, en el 72, los representantes del sindicato
se reunieron con Lanusse en Salta, donde les informó el inminente traspaso del
ingenio a manos de la administración estatal, mediante la creación de la CONASA
(Compañía Nacional Azucarera S.A.). El ingenio sería administrado de ahí en más
por un directorio. Posteriormente el San Juan vivió una situación más difícil,
era el centro de operativos de las fuerzas armadas, desde donde intervenían los
demás ingenios.
Tras ser
secuestrado, fue trasladado en primera instancia a la Escuela de Educación
Física, y luego a la “Escuelita” de Famaillá. Estaba esposado y vendado. Estuvo
5 días sin comer, pues no le permitían ir al baño ni higienizarse. Durante su
detención fue sometido a crueles sesiones de torturas, “todos los días nos
interrogaban y nos golpeaban”. Durante los interrogatorios le decían que él
tenía que saber quién había matado a José María Paz, que diga dónde tenían
escondidas las armas. El recuerdo del dolor y el sufrimiento lo abruma, “es
horrible contar lo que vivíamos con la picana, no sé si ustedes han tenido la
oportunidad de presenciar cuando se mata a un chancho, cómo grita, así
gritábamos”. Las malas condiciones de higiene eran terribles, cuenta que tenía
piojos y pulgas. Los integrantes de las fuerzas de seguridad no eran oriundos
de Tucumán, sino del sur, recuerda que usaban apodos para tratarse entre sí
–“puma”, “tigre”- y a los detenidos los identifican con números, él era el
número 23. A pesar de la vigilancia constante, empezó a comunicarse con otros
detenidos. “Cuando tuvimos conciencia de un destino, que no íbamos a regresar
más a nuestras casas, con los muchachos empezamos a perder el miedo”,
comenzaron a levantarse las vendas y a hablar entre ellos. De este modo
reconoció a compañeros del ingenio, y compañeros y dirigentes de otros ingenios:
menciona a Leandro Fote (“Gringo, te va a pasar lo mismo que a mí, estoy
quebrado de una pierna” le dijo al reconocerlo), Juan Carlos Trejo, Juan de la
Cruz, los hermanos Rocha, los hermanos Jiménez, José Antonio Gramajo. Cuenta
que los captores les informaban cada vez que recibían la visita de un
sacerdote, con el que podían confesarse, “no sé si era verdad o mentira,
estábamos vendados, atados, cómo nos íbamos a confesar, me parecía ridículo,
nunca lo acepté”. La idea de recibir asistencia espiritual, como ofrecimiento
de los mismos torturadores, y en ese lugar, le parecía irrisoria.
El 26 de
junio de 1875 fue liberado. Su aspecto físico era irreconocible, su familia
quedó impactada al recibirlo. Tras la liberación se quedó sin trabajo y sin
vivienda, fue despedido del ingenio y tuvo que dejar la casa en que vivía
–ubicada en el barrio que era propiedad del mismo-. Tuvo que realizar todo tipo
de pequeños trabajos para sobrevivir desde ese momento. Pero en el 77, ya en
dictadura, volvió a ser perseguido. Una noche, mientras estaba junto a su
familia en el velorio de una tía de su esposa, un grupo de tareas irrumpió en
su casa, destrozando todo su mobiliario. “Tuvimos suerte que no nos
encontraron, ese era el fin de nuestra familia”. Una vez en democracia, en el
87, volvió a trabajar para el por entonces Complejo Agroindustrial San Juan.
Tras años de no querer recordar todo el sufrimiento que vivió junto a su
familia, finalmente, en el 2006, decidió realizar la denuncia correspondiente
por la detención ilegal a la que fue injustamente sometido. Afirma emocionado
que la comunidad tiene que saber lo que pasó en el ingenio en los años 70, lo
que vivieron sus trabajadores. Pide al tribunal justicia, una reparación por el
daño que tuvieron que padecer.
Alfredo
Benancio Rocha empieza a
trabajar en el Ingenio San Juan en 1971. Varios integrantes de su familia eran
trabajadores del ingenio: su abuelo, su padre, sus tíos maternos. Ingresa como
aprendiz, luego se desempeña realizando diversos trabajos, que incluyen además
tareas de mantenimiento. Trabajaba ahí todo el año, para entonces el ingenio
formaba parte de la CONASA. Sus tíos tenían una participación gremial activa.
Luego de
haber sufrido una tortuosa detención ilegal en el 75, Alfredo Benancio
encuentra una posible causa que explique quizá el sometimiento que tuvo que
padecer. Un reclamo, justo, por un derecho, pero que le costó caro. Le preguntó
al administrador del Ingenio cómo era posible que las casas de los obreros
–ubicadas en el barrio que pertenecía al ingenio- no estuvieran todavía
revocadas, que no tuviesen contrapiso. Por qué el Ingenio no podía ceder bolsas
de arena, de cal, para que los mismos trabajadores hiciesen los arreglos. Había
trabajadores con 30 años de servicio –efectivizados recién tras décadas de
trabajo-, obreros con sus familias, que se merecían una vivienda digna.
Una noche,
policías de la federal irrumpieron en la casa familiar mientras dormían. Le
ordenaron levantarse despacio de la cama, con las manos arriba. “Señora, le
vamos a llevar a sus hijos”, le dijeron a su madre. No había orden de
detención. Recuerda que tenían una hoja, con una lista de nombres. Junto a su
hermano fueron trasladados en un carro de asalto, vendados y esposados, a la
“Escuelita” de Famaillá. Allí fue interrogado, lo golpeaban con cachiporra, y
luego le tiraban alcohol en las heridas. Le preguntaban cómo estaba compuesta
su familia, sus nombres, sus actividades. Lo acusaban de ser colaborador de la
guerrilla armada, de llevar al monte mercadería junto a Jesús “Pelusa” Abregú.
De haber andado por los cerros, por Acheral. Que la moto que tenía se la habían
dado para cumplir esa supuesta tarea de colaboración. Le mencionaban muchos
nombres de personas que nunca había conocido.
Era difícil
comunicarse con otros detenidos. En el aula había siempre un gendarme
vigilándolos. Igualmente supo que uno de sus tíos estaba ahí, y otros
compañeros del ingenio. En los interrogatorios les decían que les iban a dar
200.000 pesos si contaban todo lo que sabían. La amenaza era la tortura, “si
vos no querés hablar, mañana va venir el verdugo y vas a hablar”. Eran
visitados por un cura –o al menos así se presentaba esta persona-. Los impelía
a confesar, a informar a los uniformados, “no te dejés pegar, no encubrás a
nadie” le decía. “Pero si yo no sé nada padre” era su respuesta.
La detención
duró aproximadamente un mes. Tras la liberación no pudo volver directamente a
su casa, la familia estaba amenazada. Unos hombres vigilaban la casa desde un
Ford Falcon durante toda la noche, y se iban al amanecer. Durmió en los
cañaverales por lo menos 15 días luego de ser liberado. Tenía miedo de ser
desaparecido, al igual que otros obreros cuyo paradero era desconocido para
entonces, y que nunca volvieron. Alfredo Benancio se emociona al relatar el
reencuentro con su familia, su voz se entrecorta y hace silencio. Tenía un
aspecto totalmente demacrado, “¿Qué te han hecho hijo?” fue todo lo que su
madre pudo pronunciar al verlo.
Juana María
Romero es esposa de
José Antonio Gramajo. Hacia el año 75, su esposo trabajaba como obrero en el
Ingenio San Juan. El 3 de mayo, a las 3.30 de la mañana, un grupo de 6 hombres
llegó a su casa para llevárselo. Cuenta que su habitación daba hacia la calle,
que se despertó enceguecida por la luz de una linterna, y vio el arma con el
que los apuntaban desde la ventana. Ante el ingreso del grupo de hombres a la
vivienda alcanzó a sujetar a su hija recién nacida. Había un hombre que se
destacaba de los demás, por estar vestido con traje y anteojos oscuros, “no se
aflija que su marido va a volver” le dijo, cuando les preguntó a donde se lo
llevaban. A José Antonio le vendaron los ojos con una mantilla de su hija y lo
condujeron al camión en el cual habían llegado. Estuvo más de un mes detenido.
El 5 de junio, a las 11.30 de la noche lo liberaron. Cuenta que al volver tenía
hematomas en todo el cuerpo. Actualmente José Antonio tiene problemas de
sordera y de visión. Tras sufrir la detención ilegal, abandonó su puesto de
trabajo en el ingenio en el año 79.
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